martes, 16 de mayo de 2017

Neoclasicismo

A Ana Fernández del Prado

Acabo de leer en twitter que el torero (y últimamente ideólogo) Fran Rivera ha dicho que le gustaría que volviera la mili por los mismos motivos por los que mi madre y mi novia querían que la hiciera yo (me libré por excedente): para que los jóvenes se curtieran y aprendieran lo que vale un peine.


En seguida twitter se ha puesto a hervir. (¿Qué es twitter sino un hervidero?). La mayoría se ha burlado (de nuevo) del torero, pero unos cuantos le han dado (de nuevo) la razón.
Yo he pensado que es hermoso (y totalmente estúpido) añorar los viejos tiempos, y de repente he vislumbrado una Arcadia feliz y viejuna en la que los hombres adultos no se pusieran nunca pantalones cortos, la música fuera melódica y en español (y la foránea se tradujera: "Ansietat / de tenedte en mis brasos..."), los muchachos se pusieran la gorra con la visera para delante (y se la quitaran al entrar en los sitios), a los mayores se nos llamara de usted, hubiera más respeto y las autoridades fueran más contundentes con... con todo.

Y he caído en la cuenta de que eso es precisamente el neoclasicismo. O sea (que lo sepáis): Fran Rivera es neoclásico.

El neoclasicismo es muchas cosas, algunas de ellas incluso interesantes. Pero es -yo creo que sobre todo- esto: ¿Hacia dónde va el progreso, la modernidad, la vida? Pues yo tiro para el otro lado.

viernes, 12 de mayo de 2017

A un clavo ardiendo

Estoy haciendo croquis de una casa para una pareja y parece que la organización general y la distribución ya les gustan, pero ahora vamos con los alzados. Ay, malditos alzados.
Como de costumbre, por ese camino no nos entendemos. Esta vez la culpa es mía: Ya de entrada hacer por una parte las plantas y por otra los alzados es un disparate, es romper la lógica del proyecto, su coherencia, y armarlo como un monstruo de Frankenstein. Pero, lamentablemente, por un mal enfoque inicial, esa es la dinámica de trabajo en la que me encuentro ahora y, naturalmente, no puede traer nada bueno.
Primero he encajado y distribuido el programa teniendo en cuenta los tamaños, la parcela, las limitaciones normativas, etcétera. Mientras lo he estado haciendo he intuido o vislumbrado vagamente la plástica del artefacto, pero no he sido capaz aún de mostrársela a mis clientes de una forma convincente y solvente. Apenas eran unos esbozos muy vagos. Les he intentado explicar lo que veía (o quería ver) en ellos. No me han entendido porque no me entendía ni yo.
Pero mientras tanto nos hemos centrado en las plantas, que sí han ido tomando una forma cada vez más nítida, o, al menos, comprensible.

-¿Una cocina de doce metros cuadrados? Pequeña, ¿no? ¿Tú qué opinas? ¿Cuánto mide la que tenemos ahora?

Y así, poco a poco, iban tomando forma (y, sobre todo, tamaño) la cocina, el salón, los dormitorios...
En definitiva: Entre tantos tanteos y correcciones el trabajo se acabó centrando solo en las plantas. Fallo mío, repito: El afán de encajar el programa, de que los números cuadraran, y la idea engañosa (nunca sale bien) de que cuando resolviéramos todo eso ya haríamos los alzados. ¡Error! Todos sabemos que ese sistema de trabajo no es correcto, pero a veces nos sumergimos en él, supongo que por comodidad, por acotar el programa y concretar con los clientes, de una vez, el punto de partida del trabajo. Mientras tanto las fachadas no interesan, y creo que precisamente pensar así es puro fachadismo, porque implica que las fachadas son un maquillaje, una decoración, un quita y pon que da más o menos igual. Es como pensar por un lado en una persona y ya luego, aparte, en su vestido. El vestido no forma parte de la persona, pero la fachada sí forma parte vital y orgánica de la casa.

Pues ahora estoy con eso, con el vestido. O, mejor dicho, con el disfraz. Ya digo que la culpa de esta situación es exclusivamente mía. Y ya me están diciendo los clientes qué vestido quieren para su casa (qué tipo de ladrillo visto, qué ventanas, qué tejas, etcétera), y yo, profesional eficiente donde los haya, tomo el catálogo de materiales trillados e intento encajar unas fachadas que no sean excesivamente trilladas. (Error de nuevo. Lo sé. Esa especie de prurito de buscar algún punto no demasiado común cuando el planteamiento mismo, el concepto de todo este proyecto, una vez más, es lo más consabido del mundo, e incluso ese afán de una cierta originalidad es lo más habitual y falto de originalidad, y mi único trabajo decente, ya que no ha brillado la chispa, sería hacer un buen trabajo sencillo y homogéneo, técnicamente bien resuelto y punto. Sin nada más, sin tonterías).

Oliendo ya el fracaso del intento, buscando la fachada imposible que lo resuelva todo milagrosamente y haga atractivo mi bocadillo de pan con pan, recurro a mi biblioteca para buscar ejemplos, a modo de catálogos de "sírvase usted mismo", recetas, soluciones prefabricadas a las que agarrarme como a un clavo ardiendo para maquillar esta casa que viene sosa, sosa y sosa desde el principio.
Se trata de un problema de "composición", de "fachadismo", con sus ritmos, sus chorradicas... Paso la mirada por las estanterías buscando ejemplos de arquitectura de ventana-ventana-ventana, cornisa, moldurita, arco y ventana-ventana-ventana.
La cosa va mal. Ya hablé una vez de la nostalgia frustrante y a la vez dulce que me supone demorarme en los libros con una especie de delectación morbosa.

Esta vez tomo en mis manos este de Berlage:


No confío en que me resuelva el problema; vamos, estoy seguro de que no me lo resolverá. Pero al menos me distraeré hojeándolo y ojeándolo.

jueves, 4 de mayo de 2017

Benditos sean

Ayer vino a mi estudio un cliente con un croquis muy trabajado:


Pero que muy trabajado:


Meticuloso, detallado, completamente incomprensible.

Mi primera sensación, como siempre que entra un cliente en mi estudio (ahora muchos menos que antes, ay) fue de profunda gratitud. Nunca termino de saber por qué escogen mi puerta y mi teléfono. La segunda sensación, casi simultánea a la primera, fue -también como siempre- de duda: A ver qué quería este hombre y si yo sería capaz de ayudarle. Y la tercera, cuando sacó el papel del bolsillo del pantalón y lo puso, arrugado, sobre la mesa, fue -como casi siempre- de pasmo: ¿Esto qué es? ¿En qué lenguaje está escrito? No entiendo nada.

Al bofetón que me da el dibujo se superpone la explicación atropellada del cliente, que lleva varios días enfrascado en ese Manuscrito del Mar Muerto y lo tiene tan interiorizado y tan elaborado que piensa que su diseño es evidente para cualquiera. Por ello, en vez de empezar por el principio, empieza por los últimos problemas que le acucian.
Antes de saber yo aún qué es eso (un local comercial, una vivienda, una oficina, una industria...) ni de que me diga para qué me necesita (para proyectar esa edificación de obra nueva, para hacer una reforma de esa planta existente, para partir ese local en dos partes iguales para su hermano y para él...), lo primero que suelta el cliente tras desplegar la hoja de papel sobre la mesa es:

-En los baños no quiero bidé. Tampoco bañera: Ducha.
-Ya -digo yo, por decir algo y para ver si mientras tanto averiguo cuales son los baños (y eso que lo pone).
-Y lo que no sé es si es mejor entrar a la sala por aquí o por aquí.
-Hombre... -y sigo dejando pasar el tiempo, a ver si me entero de qué es "aquí" y qué es "aquí".
-Y esta puerta es de setenta, ¡y tiene que abrir a izquierdas!
-Claro, claro. A izquierdas.

Vamos a ver: empecemos por el principio, y sin falsas ñoñerías ni cursiladas: El hecho de que un cliente llame a mi puerta o a mi teléfono es algo que me sigue emocionando y que me sigue pareciendo inexplicable. Y si viene diciéndome que le gustó el trabajo que le hice a un amigo suyo, o que su hermano le ha hablado muy bien de mí, me puede. Me mata.
-José Ramón Hernández; un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo.


Que conste que aunque parezca que digo todo esto con algún cachondeíto (apenas nada) y algún dolor (bastante más) mi simpatía hacia mis clientes es sincera. Benditos sean.