lunes, 1 de agosto de 2016

Un encuentro y un duelo

El otro día mi amigo Emilio vino a visitarme al hospital. Hablamos del blog (siempre me alegra con sus amables comentarios y apreciaciones) y me dijo que hacía tiempo que no ponía nada sobre jazz.
Es cierto. Lo voy a hacer ahora. Pero como estoy un poco vago (más mimoso que debilucho) y además medio de vacaciones, permitidme que copie sin más un viejo cuento.
Este cuento, del que aún me siento muy satisfecho, quedó finalista en el muy prestigioso concurso "Hucha de Oro". Fue en la edición XXVIII, del año 1994.
Espero que os guste.


UN ENCUENTRO Y UN DUELO
         A esa hora de la tarde el club no tenía nada de la magia, ni de la sensualidad –ni tampoco de la sordidez– que le eran propias por la noche. Ahora era sólo un salón inofensivo y apaletado. Las sillas, colocadas sobre las mesas con las patas para arriba, eran los únicos estrafalarios ocupantes del local. La pista de baile, fregada por la mañana, aguardaba a ser hollada de nuevo por la noche. Hasta entonces aquello estaba muerto.
        El muchacho había esperado en la acera, con su saxofón al hombro, a que un susceptible empleado abriera el local, y le había mentido diciéndole que tenía una cita con el bandleader. El portero ni le creyó ni le dejó de creer.
         –Viene a las ocho y media –le dijo–. Por la entrada de artistas –le indicó con un movimiento de barbilla el callejón lateral y desapareció en el vestíbulo, sin dirigirle una mirada más.
         Al cabo de dos horas llegó el músico. El muchacho lo reconoció por las fotos de los discos, y le salió al paso ansiosamente.
         –Maestro, toco el saxo tenor.
        –¿Eh? Sí; bien. Debe de haber un error. No he convocado ninguna audición. Lo siento; tengo la banda al completo.
         –Sí. Ya lo sé. No vengo por un puesto. Sólo quiero que me oiga.
         –Mira, chico; no es el momento. No...
     –Por favor. Falta aún una hora y media para su actuación. Mientras van llegando sus músicos óigame. Ni siquiera me preste atención si no quiere. Yo tocaré mientras usted hace lo que tenga que hacer.
        Lo que tenía que hacer el director de la banda era descansar y concentrarse, fumar y quizá beber algo pensando en su soledad itinerante. El ansia del muchacho le hizo rememorar tiempos pasados; le enterneció y le decidió a apartar de su pensamiento la fundada sospecha de incompetencia y petulancia. Acaso no tocara muy mal del todo un jovencito que tenía tal desfachatez.
       –De acuerdo. Veamos qué sabes hacer.
      El muchacho tomó su saxo y atacó Body and Soul según la mítica versión de Coleman Bean Hawkins. La siguió respetuosamente durante unos pocos compases y en seguida la alteró a su aire, divagando con fraseos largos que se enredaban en arabescos poderosos. El maestro apreciaba las limitaciones técnicas del muchacho, pero estaba muy gratamente sorprendido por su fuerza y su decisión. En pasajes particularmente difíciles, en los que el joven se metía sin necesidad y de los que no podía salir airoso con su imperfecta técnica, sucumbía decididamente, sin pretender disimular. Se hundía hasta el final, soplando dolorosamente, gimiendo con la garganta e incluso babeando la embocadura. El resultado era impresionante. Ahí había pasión, había vida, lucha, coraje y fracaso. Esa forma de tocar contaba una historia, una gran historia llena de humanidad.


       Al maestro le invadió un sentimiento de ternura. Recordó él también sus inciertos comienzos, de banda en banda; su primera consagración, cuando entró de último de últimos en la orquesta de Duke Ellington. Se sorprendió a sí mismo hablándole al chico como un anciano, evocando viejos tiempos, contándole historias rancias, dándole los consejos que le habría dado al hijo que nunca tuvo.
         –La sección de saxos del Duque era formidable, ya lo creo. Pero el líder era Johnny Hodges. Nadie le llegaba ni a la altura de los zapatos, y él lo sabía. Nos miraba, cuando se rebajaba a hacerlo, con displicencia, casi con desprecio. ¡Dios, qué bueno era! Yo acababa de llegar y me sentaba el último, al borde de la fila. Desde mi puesto, allí escondido, le miraba. Le acompañaba lo mejor que podía, casi sin atreverme a soplar ni un par de arpegios. Y luego, a solas, practicaba y practicaba. Copiaba cada soplido de Rabbit, nota por nota. Cuando se fue, el Duque se quedó desconcertado. La orquesta no volvió a ser la misma, pero yo tuve mi oportunidad. No; nunca llegué a ser el primer saxo, pero todos tuvimos más juego para intentar llenar el gran agujero. A Rabbit le decían “el insustituible”, y ya lo creo que demostró serlo. Por cierto, ¿conoces el Hodge Podge?
         –Claro.
         –Pues vamos con él.
        El maestro desenfundó su saxo y emprendió la melodía parodiando a Hodges. El muchacho le siguió dócilmente hasta hacerse con el tono, pero entonces le retó. Le adelantó y le pisó, soplando por encima de él y exigiéndole que le cediera el paso. El maestro, divertido, bajó y le hizo el acompañamiento, pero, otra vez picado, le tomó la delantera para enseñarle a glisar correctamente. “Anda, mocoso, no me quieras enseñar a estas alturas”, le decía sin palabras. El chico no cejaba y, tras aprender atentamente la lección, reemplazaba de nuevo al jefe para demostrarle que sabía mandar.
        El duelo se intensificaba. Lo que para el maestro empezó siendo una broma se convertía ahora en la necesidad de pulverizar al joven engreído. Tuvo que ir recurriendo, uno por uno, a sus mejores recursos, a su más depurada técnica, para demostrarle al chico todo lo que aún le faltaba por saber. Éste parecía no darse por aludido y seguía soplando con frenesí, como para ahogar al maestro con su sonido descabellado y feroz.
       Los dos sudaban y se debatían ya en un sonido que no tenía nada que ver con la melodía original. Era ya un puro duelo de improvisaciones, de armonizaciones y contrastes sobre la marcha. Era jazz del bueno, con alma; algo que los clientes que iban a entrar una hora después no podrían ni imaginar. No era música digerible ni amable, como no lo es la vida en su más pura expresión, como no lo son las babas, el sudor, el sordo flujo de la sangre, el empalagoso olor del cuerpo. Era eso: vida; vida palpitante, vida angustiada y ansiosa.
      El maestro elevó una nota hasta un límite insoportable, y desde aquella altura fue bajando en helicoide, con vértigo de dedos y soplidos, enroscándose frenéticamente sin un solo fallo, combinando la pasión desenfrenada con una digitación perfecta. Remató, sin dejar lugar a dudas sobre su insultante superioridad, con una fortísima nota casi de trompeta, que apabulló al joven.
        Se retiró con parsimonia la boquilla de los labios, y se los limpió con el dorso de la mano. Miró al aprendiz de arriba abajo, sopesándole como si ahora le viera por primera vez.
      –Muy bien, muchacho. Sigue practicando. Quizá me deje caer por aquí otro año de éstos y necesite un buen saxofonista.
         –Aquí estaré. Pero quizá yo tenga por entonces mi propia banda.
         –Sí; es posible.
         –Adiós. Gracias por escucharme. No sabe usted lo que esto...
         –¿Tanto te importaba?
         –Más que ninguna otra cosa.
         –¿Sólo que te oyera? ¿Nada más?
         –Nada más.
        –Ja, ja. Me alegro entonces. Si vuelvo alguna vez por esta ciudad me gustaría volver a verte. No vengo aquí desde hace... a ver... déjame pensar...
         –Dieciocho años y medio.
         –¡Fiu! ¡Qué barbaridad! ¡Eres todo un fan!
       Llevo la cuenta porque yo nací nueve meses más tarde, estuvo a punto de decir. Al fin y al cabo era a eso a lo que había venido: a tocar para él y a decírselo. Pero ahora, al tenerle ahí delante, halagado por un nuevo admirador, casi tierno envuelto en su gelatinosa vanidad, no tuvo ganas. Para qué, pensó. Le dio la mano, salió al callejón lateral y se perdió tras la esquina, con el saxo al hombro. Hacía frío, sí.

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