lunes, 27 de junio de 2016

La secta (III). Huida del paraíso

Wes estaba liadísimo. Siempre había mucho trabajo. Solía quedarse a dormir en el estudio con otros arquitectos y aprendices. En la férrea comunidad en que trabajaban era de muy buen tono y creaba muy buen ambiente de grupo trabajar hasta la madrugada y dormir allí mismo unas pocas horas, de forma muy precaria, en un sofá desplegable, o sentados en una silla y echados de bruces sobre el tablero de dibujo, o incluso tendidos en el suelo sobre unos cojines o unas colchonetas. Al despertarse desayunaban todos juntos y seguían trabajando.


Pasaban muchos días, semanas, sin que ninguno fuera a su "casa" más que unos pocos minutos a cambiarse de ropa. Pero es que en realidad esas cabañas no eran sus casas. Su casa era todo: las salas de dibujo, los despachos, el gran comedor, las salas de juegos, la biblioteca, el auditorio. Las cabañas privadas eran sólo reductos de una intimidad que en épocas de gran intensidad no se necesitaba ni se toleraba. Todo se hacía en comunidad, y el hecho de que el jefe abandonara a los suyos para ir a dormir con su esposa sería considerado una traición. (El hecho de que abandonara a su esposa para seguir con su equipo era lo correcto).


Las pocas veces que Wesley iba a desayunar con Svetlana no era por estar con ella, sino por el periódico. En el comedor común no estaba permitido: había que socializar, y el periódico le aislaba a uno demasiado. Por eso a veces aparecía en la cabaña con el Washington Post bajo el brazo, besaba distraídamente a su mujer y tomaba café mientras leía. Ella le miraba en silencio: alto, guapo, elegante, bien peinado... y completamente anodino.


Su boda había sido bonita. Wes le había inspirado mucha ternura a Svetlana. Era un hombre serio, triste. Estaba marcado por la muerte de su primera esposa y de uno de sus hijos. Era muy obediente a Olgivanna, a quien seguía respetando como a suegra, e incluso como a madre. Wes era buena persona, pero tenía poco carácter y estaba absorbido por su trabajo.
Al poco de casarse tuvieron una hija, Olya, y ya por entonces Svetlana estaba arrepentida de haberse casado con Wes. No había nada entre ellos.
Sin embargo, para gran sorpresa de Svetlana, una noche estaban cenando con Marge, la hermana de Wes, y Don, su cuñado, que habían venido de visita, y Wes se puso de pie, miró a su esposa y le dijo: "Svetlana, tú y mi hija me habéis devuelto a la vida. Creía que ya no reviviría. ¡Gracias!"
A Svetlana le extrañó muchísimo ese arranque, porque Wes no había revivido en absoluto. Era un muñeco, un autómata sin alegría y sin vida.
No tenían intimidad, no hablaban, no compartían nada. Y, sobre todo, cada vez que la señora Wright le hacía una faena a Svetlana y ella le comentaba algo, incluso entre lágrimas, a su marido, él siempre sacaba la cara por la vieja. Jamás apoyaba a su esposa.
-La señora Wright se preocupa por ti. Te quiere, pero tú no sabes corresponder a su amor. Por eso se enfada contigo. Sí, se enfurece contigo, pero es por tu culpa. Ella ama a todo el mundo, a todos los seres vivos. Es la madre de todo lo vivo.

lunes, 20 de junio de 2016

La secta (II). La ratonera

Svetlana Alilúyeva siempre mantuvo que no sabía por qué había ido a Taliesin, y, en todo caso, no podía entender por qué se había quedado allí más de dos días (se quedó más de dos años), se había casado con Wesley Peters y había tenido una hija.
Pero vamos poco a poco.

Taliesin West, Scottsdale, Arizona.
(Captura de pantalla de www.franklloydwright.org)

De entre los miles de personas que querían conocer a Svetlana, invitarla a sus casas, comer con ella, contarle sus vidas, etc, sobresalió y se impuso Olgivanna Lloyd Wright. Ella la entendía taaannn profundamente, se sentía taaannn próxima a la pobrecita, podía ayudarla taaannnto...
Olgivanna conocía bien la problemática rusa. Se había casado con un arquitecto ruso, del que había tenido una hija rusa llamada también Svetlana. (La pobre había fallecido en accidente hacía unos años). Olgivanna podía ser de nuevo la madre, la mentora, la mejor amiga de esta otra nueva Svetlana, de esta pobre niña desamparada y desorientada (y cargada de dinero).
La mandó llamar mediante una amiga. Le ofreció alojamiento, descanso, comprensión.
Svetlana pensó que podría pasar allí un fin de semana, conocer a Olgivanna y a su feliz comunidad de artistas. (De algún modo, era una comuna cuasi soviética, pero mejor: donde todos trabajaban en común, reían, tocaban instrumentos musicales, cantaban, hacían teatro, se divertían con excursiones y comidas campestres y vivían entre hermosas obras y ante amplios horizontes de paz y de libertad).

 Taliesin West, Scottsdale, Arizona.
(Captura de pantalla de www.franklloydwright.org)

A Svetlana no le impresionó en absoluto el aspecto de Taliesin. Aunque no le interesara nada la arquitectura, hay que reconocer que aquello es muy "pintoresco" o "sorprendente" para cualquier visitante. Pero parece ser que la hija de Stalin era impermeable a todo eso. Y las veces que se refería a la cabaña donde le tocó vivir hablaba de su pequeñez, de su endeblez y de sus techos bajos. Según ella, diríase que todo aquello era un conjunto de chabolas cutres a más no poder.
(Bueno: Algo de eso hay. Todo el conjunto no deja de ser una especie de campamento, y allí, en el desierto, tiene un aire de precariedad. Pero hay que estar ciego para no ver nada más. Svetlana lo estaba).

Taliesin West, Scottsdale, Arizona.
(Captura de pantalla de www.franklloydwright.org)

Olgivanna la recibió como una madre recibiría a la hija que vuelve del exilio. Ella la comprendía taaannn bieennnn... Fue encantadora. Todos los taliesinitos lo fueron. Hicieron para ella todo lo que sabían hacer: Tocaron música, cantaron, representaron alguna obra teatral, rieron, bailaron... Svetlana cuenta que ni le gustaba esa música, ni ese teatro, ni esa manía de sentarse en el suelo, ni nada. Pero debieron de lavarle el cerebro, o ella lo traía ya lavado de casa, porque se quedó.

Lo que cuento está obtenido de esta novela,
cuya autora ha leído los textos de Svetlana
y ha rastreado su vida.


lunes, 13 de junio de 2016

La secta (I). Censo de personajes

Nota.- La primera parte de la historia que voy a contar ya la conté -admirablemente bien, según dijo el ínclito crítico y académico Don Florián-Nepomuceno Robasiestas Juanjo-Nomepises- en mi novela La hoja desnuda, publicada en 1998 por la demarcación de Toledo del COACM y actualmente en fase de corrección y reedición por Cornac Ediciones. De modo que no me extenderé mucho. Y me remito a la novela. (No os preocupéis: Cuando renazca en esta su segunda vida lo contaré cien veces). Empecemos con el censo de personajes:

1.- El patriarca: Frank Lloyd Wright. Genial arquitecto estadounidense. Nacido según unos en 1867 y según otros (entre quienes me encuentro) en 1869. En agosto de 1928, con 61 -o 59- años de edad, se casó con una joven montenegrina de 29 años. Era su tercer matrimonio, aunque había convivido con cuatro mujeres. (Con una de ellas no había llegado a casarse: Fue asesinada antes).
El gran arquitecto estaba arruinado, y soportaba una de las mayores crisis personales y profesionales de su vida, aunque ya se había repuesto de otras.
No; no estaba en su mejor momento.

Frank Lloyd Wright

2.- La lideresa malona: Olgivanna (nacida Olga Ivanovna Lazovich y casada como Olgivanna Lloyd Wright: No le bastó el "Wright", que adoptó hasta el "Lloyd"). Nacida en 1898. Bailarina en el ballet ruso de Gurdjieff. Tenía 29 años cuando se casó -en agosto de 1928- con Frank Lloyd Wright. (Antes se había casado con otro arquitecto, con quien había tenido a su hija Svetlana).
Esta mujer, con una gran visión (y con una cara de hormigón HA-25/P/20/IIb), convenció a su famoso pero arruinado marido para que montara la secta: The Taliesin Fellowship. Una preciosa hermandad formada por estudiantes de arquitectura y jóvenes arquitectos de todo el mundo que acudirían gozosamente a aprender, a trabajar y a vivir con el gran patriarca. No, no cobrarían nada por su trabajo. Por el contrario, pagarían mil dólares al año (un dineral) para recibir el privilegio de formar parte de la secta. A cambio de ello recibirían una formación integral en arquitectura. ("Integral" quería decir que ordeñarían las vacas, ararían los campos de la bella comunidad... Qué digo comunidad: hermandad. Y se alojarían en los hermosos edificios... que no existían, y que para empezar tendrían que construir ellos mismos).

Frank y Olgivanna

3.- El bobalicón. William Wesley Peters. Uno de los aprendices más conspicuos de Wright. Era muy competente, y también muy alto, lo que ponía frenético al maestro, que era más bien corto de estatura y diseñaba siempre los techos muy bajos.
-¡Quítate de ahí, Wes, que me rompes la escala!
Y es que ver al bueno de Wes Peters ahí derecho, como un pasmarote, casi rozando el techo con la coronilla, echaba a perder toda la magia.


Wesley Peters

domingo, 5 de junio de 2016

Feliz cumpleaños

(A @oscarjosegm, que se lo sabe)

En 1924 había mucha zozobra e inquietud en la Bauhaus. Alemania estaba en la ruina y se iba por el sumidero del abismo. La hiperinflación de la República de Weimar es algo de lo que, por mucho que leamos, no podemos hacernos idea: Billetes de mil marcos sobremarcados con un rótulo de mil millones de marcos, niños jugando con montones de billetes de banco que no valían ni siquiera lo que el papel en que estaban impresos, monedas de porcelana...
Nada de esto pintaba bien para que una "escuela de arte" se desarrollara con normalidad.
Aparte de eso, en el plano puramente escolar, La Bauhaus había abandonado su tendencia expresionista y había abrazado la objetivista, lo que implicaba un cambio radical de orientación y de valores. Además, la escuela se estaba preparando para emigrar de Weimar a Dessau.
Demasiados cambios en unos tiempos muy turbulentos. Demasiados motivos de preocupación y de angustia para su fundador y director, Walter Gropius.


El 11 de mayo de 1924 el suplemento Zeitbilder del periódico Vossische Zeitung publicó una fotografía en la que se veía un receptor de radio con bocina colocado en el alféizar de una ventana en un piso alto, que daba los resultados de las elecciones a una atenta y preocupada multitud que escuchaba en el exterior, al sol.
La fotografía no dejaba de ser inquietante: Por una parte, la angustiosa situación política, económica y social del país no hacía presagiar nada bueno. Por otra, el gentío expectante, atento a un cacharro mecánico, dotaba a toda la escena de una desazonadora sensación de deshumanización y alienación.

Pero a László Moholy-Nagy, uno de los profesores de la Bauhaus, la escena le sedujo. Él estaba muy interesado por la máquina, la producción en serie, la comunicación y las nuevas relaciones entre el público y la técnica. Además, la foto era de una gran plasticidad: En primer plano un aparato emisor de sonido encajonado entre dos bandas verticales oscuras, en un espacio reducido que se viene más acá del plano de la foto, e incluye al espectador. Y allá, al fondo, una gran multitud de gente anónima, indistinguible, en un espacio muy amplio y muy iluminado.
Verdaderamente, era una foto muy buena.