jueves, 23 de octubre de 2014

Soneto a Frank O. Gehry


El afamado arquitecto Frank O. Gehry le ha dedicado esta peineta en Oviedo, donde ha ido para recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Artes, a un periodista que le ha preguntado por su "arquitectura espectáculo".
Aquí le dedico yo, con todo mi cariño, un soneto de desagravio.


Qué pregunta te han hecho, qué pregunta,
querido Frankogehry, qué canallas.
Menos mal que tú en esto no te callas:
Tu dedo corazón alzó la punta.

Que si tu obra mundial se descoyunta
en gestos y posturas, como Fallas,
y que si tú te cuelgas las medallas
que te dan gentes de razón difunta.

Indignado, tú has hecho una peineta,
oh, glorioso, grandísimo arquitecto.
Di que sí, que se vaya a hacer puñeta

quien así ha criticado tu trayecto.
Esta gente no sabe, no interpreta.
Oh, tú, divino, libre de defecto.


(Si has sentido mucha vergüenza ajena y no quieres que vuelva a escribir un soneto nunca más, clica el botón g+1 que está aquí debajo. Muchas gracias).

miércoles, 22 de octubre de 2014

Echar el resto

Dedico esta entrada a Emilio (cómo no) y a Pedro Torrijos,
dos grandes libertyvalancianos.

Os pido que os detengáis conmigo en un detalle de la escena del velatorio de Tom Doniphon, de la película El hombre que mató a Liberty Valance, de 1962.
El senador Ransom Stoddard ha venido desde la capital al funeral de este vecino de Shinbone a quien ya nadie recuerda y a quien le van a hacer un entierro de caridad.
Pompey, el empleado, amigo y confidente de Tom, está solo en un rincón, sentado y cabizbajo. Llegan Stoddard, su esposa y Link (el antiguo Sheriff, que hoy ha hecho de cochero para el matrimonio).
Ransom Stoddard le saluda con afecto, y Pompey le mira.

Fotograma de The Man Who Shot Liberty Valance
(Clícalo para verlo más grande. Esa mirada...)

Se miran los dos. Una mirada perfecta, que dice todo lo que hay que decir y más de lo que en ese momento el espectador puede saber.
¿Cuánto vale esa mirada? Vale una escena sublime en una de las más grandes películas de todos los tiempos. ¿Y cuánto cuesta? Es una mutua mirada complejísima. ¿Cuánto cuesta? Cuesta la amistad de un hombre, o de dos, o de tres, o de los que hagan falta. Cuesta el honor y el respeto; cuesta el amor propio y cuesta la vergüenza propia y la ajena. Cuesta la traición. Cuesta el infierno. Pero ha salido perfecta y merece el precio que se haya pagado por ella.
¿Merece la pena discutir, ofender, amargar a la gente, traicionar, tiranizar, etc, por conseguir ese plano? Para John Ford sí, sin la menor duda.

No os cuento la escena, porque si a estas alturas no conocéis la película no tenéis perdón de Ford. Pero sí os pongo en situación sobre esa mirada. Stoddard es un triunfador y viene a este pueblo humilde a dar su último adiós a un buen y viejo amigo, que ha pasado los últimos años de su vida hundido en el anonimato y en la pobreza. Pompey es el ayudante-empleado (tal vez antiguo esclavo) del muerto Doniphon, que fue antaño el mejor hombre del pueblo, pero quedó opacado y arrinconado por Stoddard.
Por lo tanto, Stoddard debe saludar a Pompey con afecto, pero tal vez un puntito de superioridad vergonzante y avergonzada no estaría mal. Y Pompey debe saludar a Stoddard con respeto, pero una miajita de resquemor vendría muy bien.

Tanto James Stewart como Woody Strode eran buenísimos actores. Y no sólo se sabían el papel muy bien, sino que entendían ese matiz perfectamente. Pero Ford no se lo explicó. No era de esos que les explican matices a los actores. Prefería destrozarlos.
John Ford era famoso por sus ataques de ira, por su mala leche, por su sequedad inexpugnable. (Y sin embargo quienes le querían le querían a rabiar). Su forma de hacer cine necesitaba que en los sets de rodaje siempre hubiera tensión. A veces una tensión masticable. Él la provocaba. Bajo esa presión los actores daban lo mejor de sí mismos.
Por puro capricho, por pura broma o por puro sadismo, se las hacía pasar canutas a todos.
En el rodaje de El hombre que mató a Liberty Valance tenía una especie de "lista negra", y cada día señalaba y humillaba al último de la lista, "el del barril".
A todos les iba tocando algún que otro día estar en el barril, pero jamás le tocó a James Stewart. El que más veces estaba era John Wayne, que tenía una grandísima amistad con John Ford y no lo entendía, y le preguntaba a menudo a Stewart: "¿Cómo es que tú nunca estás en el barril?". Éste le contestaba (con cierto orgullo inexplicable): "no lo sé".

(Normal: Tom Doniphon protege al novato Stoddard, y lo ayuda, pero a la vez tiene que sentir por él una mezcla de celos y envidia, y un malestar tenso. Mientras que Stoddard es un inocente que necesita ayuda y no se da cuenta del daño que está haciendo y la envidia que está suscitando. ¿Por qué no hacer que los actores se sientan como los personajes? Así actuarán mucho mejor).

James Stewart contaba una de tantas maldades de John Ford:

Fotograma del documental Dirigida por John Ford, 1971

En la escena del funeral, que se rodó hacia el final, cuando todo estaba ya montado y listo para empezar, el director se llevó aparte a James Stewart y le hizo notar cómo iba vestido Woody.
-¿Qué te parece cómo se ha puesto para la escena? ¿No es ridículo?- le preguntó al niño bonito del rodaje, buscando la respuesta cómplice, la broma íntima, el cachondeo secreto entre ellos dos.
Stewart (dice que no sabe por qué; asegura que fue el diabólico Ford quien le insufló esa respuesta) contestó:
-Sí. Se parece al tío Remus.
(El tío Remus es un personaje folclórico popular de los Estados Unidos. Clicad el enlace. El paternalismo con que se le trata tiene algunas connotaciones racistas, como de superioridad hacia la raza negra).

¡Premio! John Ford ya tenía lo que quería.

viernes, 17 de octubre de 2014

Más barato

No creé este blog para lamentarme, ni vosotros lo leéis para que os cuente miserias. No somos llorones (aparte de que con ello no ganamos nada: dar pena es muy lastimoso y humillante, y no se saca nada en claro). Pero dejadme que hoy os hable de un asunto que intento evitar siempre. Además, no lo haré para lloriquear, sino para (intentar) hablar finalmente (un poco) de arquitectura.
Es que un amigo y compañero me ha mandado un e-mail desesperado, porque ante el posible encargo de proyectar y dirigir una vivienda ha bajado sus honorarios hasta el límite de lo temerario, y aun así no ha conseguido el encargo.
Me ha escrito para que yo le echase un ojo a su presupuesto, a ver si me parecía razonable, porque él ya no sabía qué pensar y temía estar totalmente desorientado y pidiendo cantidades elevadas por su trabajo.
Mi dictamen ante su presupuesto ha sido que lo ha bajado demasiado, y que por esos honorarios que ha pedido no merece la pena trabajar. Si descuenta lo que le cuesta el visado del Colegio de Arquitectos, el Seguro de Responsabilidad Civil y otros gastos de todo tipo (desde el teléfono para hablar con ese cliente -durante la obra, y antes, y después- hasta las fotocopias), le traería más cuenta que el cliente le comprara en la plaza pública, en el mercado de esclavos, y le mantuviera mientras trabajaba para él.
Le he dictaminado eso, como si yo fuera un tipo listo a quien esas cosas no le pasan. Me acaba de pasar lo mismo. Todos lo hemos hecho; todos hemos explorado el cieno alguna vez (o muchas) para ver hasta dónde se puede bajar; por saberlo, por asomarnos al abismo. Pues bien: Se puede bajar hasta el infinito.
Pidas el precio que pidas, siempre hay alguien que lo hará más barato.


Yo compro bastante por internet. Por ejemplo libros. Me interesa tal libro y lo busco en distintas plataformas. Veo distintos ejemplares a distintos precios y en distintas librerías, sopeso el coste del envío y, en su caso, el cambio de moneda, y compro el más barato.
Pero es que estoy barajando distintos ejemplares del mismo libro, y todos sin estrenar. (Si comparo libros usados, con distintos estados de conservación, la cosa cambia).
Vamos, que me parece lógico comprar el más barato entre varios bienes o servicios idénticos.

¿Qué quiere decir esto? Que el cliente nos ve a todos los arquitectos como idénticos y sólo le interesa, por lo tanto, nuestro precio.
¿Y por qué ocurre esto? ¿Cómo es posible? Pues porque no valora nuestro trabajo en absoluto. No lo valora en lo más mínimo. Porque nuestro trabajo no le interesa, y en su imaginación no cabe la posibilidad de que alguien lo haga mejor y alguien peor.

Esto es curioso. Lo que ha pedido mi amigo por proyectar una casa y dirigir las obras de su construcción es tan poco dinero que la rebaja que haya podido hacer el arquitecto que haya conseguido finalmente el encargo no puede ser mucha. Es que no hay más chicha donde rascar.
Por lo tanto, el cliente ha confiado el proyecto de su casa (que ya llevaba dibujada a bolígrafo en una hoja cuadriculada) a un arquitecto que seguro que ni conoce, con el único criterio de que se va a ahorrar bastante menos de lo que le va a costar una de las jardineras del porche, o un grifo.

Atentos a lo que acabo de decir como de pasada: El cliente ya llevaba el diseño de su casa en una hoja cuadriculada de papel. A razón de un metro por cuadrito. Por lo tanto, no necesita el trabajo del arquitecto, más allá de que le pase a limpio su plano. Como no está acostumbrado y no sabe diseñar una casa, ha ido juntando habitaciones: Un salón de cuatro por seis, detrás un dormitorio de tres por cuatro, detrás otro dormitorio de tres por cuatro, detrás un baño de dos por tres... Y así. Amontonando piezas y apretándolas con un calzador. (Los muros y los tabiques no tienen espesor, los pilares no existen, etc).
Aquí ocurre algo curioso: El cliente no sabe diseñar su propia casa, y su esquema es muy torpe y deficiente. Pero no se fía del arquitecto. No quiere que el arquitecto meta sus sucias manos en su casa.
¿Por qué no le cuenta el cliente al arquitecto lo que quiere y le deja a éste que lo diseñe, que es quien sabe? Pues porque si le deja al arquitecto que diseñe su casa se la va a estropear. Y él no quiere que el arquitecto disponga cómo tiene que ser su casa. Estaría bueno. Es su casa.
Pero él no sabe diseñarla. Aunque sea su casa, aunque tenga un interés enorme en proyectarla, aunque quiera plasmar en ella todos sus anhelos, no sabe cómo hacerlo.
Vale, no sabe cómo hacerlo, pero no está dispuesto a que nadie le mandingonee.
Y de ese círculo vicioso no salimos.

(Nota.- En mi casa, en nuestro microlenguaje familiar decimos mandingonear por mangonear. Nos gusta más).

Esquema que refleja el procedimiento de composición de la planta por el cliente tipo.
Está idealizado y mejorado. Los de la realidad suelen estar peor compuestos.

Siempre que sale este tema nos surge la maldita autocrítica: Lo presumidos y prepotentes que somos los arquitectos, nuestras ideas peregrinas, etc. Soy humilde y siempre asumo sin remolonear y sin esconderme la parte que me toca en esta autocrítica, pero hoy no me da la gana. Ya basta. Ya está bien. Si el cliente no quiere ni tomarse la molestia de preguntar, de informarse sobre quién le puede hacer su casa, si no quiere distinguir a un bocazas cantamañanas de un profesional sensato porque le da igual y sólo busca ahorrar unos pocos euros, allá él.
Si seguís creyendo que los arquitectos somos los culpables de que haya tan malas casas, pues allá vosotros. Ya vale. ¿Por qué no buscáis a alguien inteligente, serio, coherente y le dejáis trabajar? ¿Por qué no le escucháis siquiera?

martes, 14 de octubre de 2014

Charlie Parker, el genio atormentado.

Lester Young, uno de mis grandes ídolos (y por aquel entonces el de Charlie Parker), era el saxo tenor solista de la orquesta de Count Basie, que por esa época grababa un disco al mes con la Decca.
Charlie compraba cada disco en cuanto salía. Solamente le interesaba el solo de Lester, que (Basie lo sabía mejor que nadie) era obligatorio en cada pieza que tocara la orquesta.

Lester Young en la orquesta de Count Basie. Lady Be Good. No quisiera perder el hilo de mi relato, 
pero, por favor, escuchad el solo de Lester Young desde 0:41 hasta 2:02.
Aparenta una enorme facilidad y despreocupación. Es puro oficio, pura técnica y pura sabiduría armónica.
(Por cierto: El batería es Jo Jones, quien le tiró el platillo a Charlie Parker).

Charlie tenía los surcos de los solos (especialmente el de Lady Be Good) rayados y desgastados. Los escuchaba constantemente y los tocaba ya de memoria.
Dos músicos amigos y benefactores de Charlie le consiguieron un trabajo de verano en los Ozarks. Era en una orquesta de baile, no muy exigente técnicamente, pero en la que iba a aprender el oficio.
Para tocar en esa orquesta (como en cualquiera) había que saber leer las partituras, porque el director podía aparecer cualquier día con una obra o un arreglo nuevos y, aunque fueran muy sencillos, había que tocarlos a la primera.


Sus dos amigos le enseñaron a "leer los papeles", y también le daban clases diarias de armonía. Se pasaba el día estudiando y practicando, y por la noche tocaba con la orquesta en la sala de fiestas. Le enseñaron las tríadas mayores y el ciclo de quintas. Era algo muy aburrido y mecánico, pero Charlie notaba que eran las piezas que le faltaban para que, por fin, le encajara todo.
También sus amigos escuchaban con él los solos de Lester Young. Ponían los discos a poca velocidad, y aunque los solos se escuchaban demasiado graves, se apreciaban perfectamente los vibratos, los trinos y todos esos matices de tono (susurros, cánticos, parrafadas...) que hacían que la música fluyera como si Lester te estuviera contando una historia.
Charlie aprendió a relajar las mejillas como Lester, a conducir la columna de aire desde la boca de su estómago hasta el extremo de la campana del saxo, y a empujar con la garganta, con la tripa y con el culo.
Charlie tocaba con músicos mucho menos importantes que su admirado Lester Young, pero competentes y muy profesionales. Aprendió cada gesto, cada truco. Charlie, que jamás había tenido profesor, ahora tenía varios a la vez. Y los aprovechó.
Su febril trabajo de siempre no sólo mantuvo la intensidad, sino que la acrecentó, porque encontraba tesoros en cada momento, en cada tresillo, en cada punteado, en cada nota tenida.

En 1939, con diecinueve años de edad, ya era un músico muy bueno; tan bueno que se fue a Nueva York y se presentó en el club donde estaba tocando el celestial Art Tatum para que le contrataran. Le contrataron, sí, pero como lavaplatos. (No habían sido esos sus planes exactamente, pero al menos disfrutó cada noche de la música del gran pianista).

No hace falta seguir con más detalles. A estas alturas ya supondréis que con ese talento natural y ese concienzudo y feroz trabajo iba a llegar muy lejos. En efecto: A partir de 1940 empezó a destacar y tuvo una ascensión fulgurante. Llegó a ser uno de los grandes. Llegó a tocar y a grabar con Lester Young, pero eso, que podría parecer una meta, fue sólo el principio. En muchos aspectos superó a su ídolo.

jueves, 9 de octubre de 2014

Charlie Parker, el sabio ignorante

Aprovechando la gran alegría que me han dado últimamente Anatxu Zabalbeascoa y Luis Fernández Galiano, y también las cuatrocientas mil visitas al blog y el nuevo descenso en el ranking de blogs de ebuzzing, me apetecía hablar otro poco de jazz, que es un tema que tengo muy abandonado.
Estaba en estas cuando mi amigo Pedro, que me lee el pensamiento, me ha puesto un guasap: "¿Para cuándo una nueva entrada sobre música en tu blog?". Qué tío. Qué talento. Pues para ahora mismo:

Charlie Parker fue el músico de jazz que todos tenemos en mente: Pobre, negro en un mundo racista, sin padre, sin educación... (y drogadicto, y muerto muy joven...). Tiene todas las condiciones, todas las connotaciones y todos los etcéteras que se os ocurran para perfilar el personaje maldito de cualquier historia de jazz.
Aloja en sí todas las evocaciones, todos los sueños, todas las historias. Fascinó a Julio Cortázar (si no habéis leído "El Perseguidor" dejad de leed esto ahora mismo, dejad de hacer cualquier cosa que estéis haciendo y lanzaos a leerlo) y a Clint Eastwood (si no habéis visto Bird dejad de leed esto ahora mismo, dejad de hacer cualquier cosa que estéis haciendo y lanzaos a verla).
(Cortázar no quiere ceñirse estrictamente a Parker y en su relato se inventa un personaje, pero es Parker. Además dedica el cuento a Ch. P., in memoriam. Eastwood, por el contrario, en su película es perfectamente biográfico y documental).
No competiré con Cortázar ni con Eastwood (no me gusta abusar), pero os apuntaré un par de cosas para que quienes no conozcáis demasiado a Charlie Parker le empecéis a amar.


Su pobre madre, haciendo un milagroso esfuerzo, le compró el saxo alto más barato del mundo, de cuarta o quinta mano (y boca), muy estropeado. Las llaves no cerraban bien, las zapatas cuarteadas dejaban escapar aire, y muchos mecanismos no funcionaban.
Con el instrumento lleno de gomas elásticas y de celofán, y con sus zapatas chorreando agua, el niño Charlie lo hacía sonar.
(La madre, por su parte, colaboró haciéndole al saxo una funda con tela de almohada a rayas azules).
Nunca tuvo un profesor. Nadie le enseñó la digitación correcta, que además en ese saxo era imposible, pues mientras que, por ejemplo, con los dedos índice y corazón de la mano izquierda cerraba las llaves 1 y 2 para hacer un La como mandan los cánones, con el meñique tenía que sujetar una varilla o tapar un hueco que se abría inopinadamente.
A falta de otros juguetes y distracciones, pasaba horas y horas tocando el saxo. Con su oído prodigioso sacaba todas las canciones que conocía, y con su instinto y afán juguetón las adornaba y enlazaba.
Tenía una gran memoria y una gran intuición, y le bastaba escuchar cualquier canción en el aparato de radio de un vecino para tocarla exactamente igual.
Con esa formación autodidacta, y capaz ya (según él) de tocar todas las canciones del mundo, escuchó a Lester Young en el Reno Club de su ciudad, Kansas City, y se quedó fascinado. Fue varias veces a escucharle. Se llevaba su saxo, y mientras le oía iba repasando con los dedos (sin aplicar la boca) las posiciones de todas las notas que daba Lester, sin fallar ni una. Y eso es un prodigio, porque Lester Young era uno de los músicos más hábiles y pasmosos de la época.
Después, cuando podía, se quedaba a ver y a escuchar la jam session, en la que el maestro tocaba de manera informal con los músicos locales y con otras estrellas que estaban allí de paso como él, con esa mezcla irreproducible de reto, compañerismo y chulería.
Charlie pasó meses repitiendo una y mil veces las piezas que le había escuchado a Lester Young, y al cabo de ese tiempo se atrevió por fin a participar en una jam session. (Ya sin Lester Young). Fue en el club High Hat. Se puso a la cola con los demás aspirantes y esperó su turno.
Subió al escenario, esperó la entrada que le daban los acordes del piano y empezó a tocar con precaución, buscando el momento del solo. Se metió en Body and Soul, tocó un coro completo y al siguiente trató de doblar el tiempo. A continuación el pianista hizo algo que él no entendió: algo tan sencillo como repetir el tema cambiando de tono. Hubo una acumulación de desastres hasta que el batería dejó de tocar y se hizo un silencio que acabó en una estruendosa carcajada.
Charlie Parker se fue a su casa llorando y no volvió a tocar el saxofón (su vida, su alma) durante tres meses.


Nunca había tocado con otros, y no sabía que durante la ejecución de una pieza es habitual hacer algún cambio de tono. Charlie Parker se había hecho una rara idea de que toda la música del mundo se hacía en una sola tonalidad. Mejor dicho: Ni se había parado a pensar que existía la tonalidad.
Le explicaron que no había una tonalidad universal, sino una docena de tonalidades mayores (una por cada tecla del piano, blanca o negra, de Do a Do), y otras tantas menores.

Esta información básica y apresurada no le llevó a preguntar más, ni a buscar un profesor, o al menos un amigo algo más adelantado que él, sino que le hizo encerrarse en su casa y practicar, una por una, todas las tonalidades posibles.
Vamos a ver -se decía a sí mismo-; la tonalidad natural, la del Do, es:
Do, Re, Mi, Fa, Sol, La, Si, Do.
Si subimos cada nota un semitono tendremos la tonalidad del Do sostenido:
Do#, Re#, Mi#=Fa, Fa#, Sol#, La#, Si#=Do, Do#.
Subamos otro semitono y tendremos la del Re:
Re, Mi, Fa#, Sol, La, Si, Do#, Re.
Etcétera. Hasta la tonalidad del si. (Todas ellas mayores. Por ahora). Doce tonalidades.
Nadie en su sano juicio había tocado jamás en Sol sostenido mayor, o en Fa sostenido mayor, por decir algo. Los músicos de jazz manejaban tres o cuatro tonalidades a lo sumo.
Pero eso Charlie no lo sabía. Se había puesto en ridículo por no saber cambiar de tono durante una canción y ahora las tocaba todas cambiando constantemente de tonalidad en tonalidad, pasando por todas las posibles.
Tocó un blues en Mi que dejó perplejos a quienes lo escucharon. (Los blues no se tocaban en Mi, y este sonaba muy raro). Estaba empezando a crear un sonido propio, gracias a su concienzuda ignorancia de la armonía y de cualquier teoría musical.
Y tenía horas y horas, y días y días, y semanas y semanas, y meses y meses, para experimentar con aquello con lo que nunca antes había experimentado ningún músico de jazz.
Sin ayuda de nadie exploraba los caminos de la armonía. (Pero los exploraba a su manera, sin mapas ni pistas; sin referencias, sin nada). Encontraba disonancias y acordes por casualidad, y desentrañaba la estructura de la música de una forma que nunca antes se había experimentado. Su tremenda ignorancia le hizo pasar muchísimo tiempo probando sonidos que cualquier profesor le habría exigido que desechara. Perdió tanto tiempo en asuntos en los que no merecía la pena perder el tiempo que encontró algo nuevo, fascinante.
Charlie dominaba las escalas "raras". Y, para colmo, había conseguido un saxofón nuevo.

martes, 7 de octubre de 2014

Cuatrocientas mil visitas

Qué barbaridad. Entre todos vosotros habéis entrado en este blog cuatrocientas mil veces.
Parece increíble.
Desde julio de 2010, cuando lo creé, han pasado cuatro años de poca (y fea) actividad profesional, pero de muchos estímulos y satisfacciones personales.
Gracias a este blog he "conocido" a muchos nuevos amigos y he intercambiado opiniones y discusiones con gente muy interesante.
(He escrito "conocido" entre comillas porque casi todos vosotros sois para mí nuevos amigos virtuales, vivís -vivimos- en el mundo 2.0, en un espacio raro, y aún no he tenido la oportunidad de estrecharos la mano ni daros un abrazo).


No me puedo creer que lleve cuatro años largando, ni que vosotros llevéis cuatro años (con más o menos fidelidad, con más o menos temporadas de descanso) leyendo.
Cada vez que escribo una entrada me quedo convencido de que ya no voy a ser capaz de escribir nada más, de que ya he dicho todo lo que tenía que decir y no me queda nada. Pero entonces surge un nuevo estímulo que despierta algún recuerdo dormido, o que me indigna, o que me hace divagar y elucubrar.
Ya sé que me repito mucho, porque mis obsesiones y convicciones son las que son, y siempre estoy dando vueltas sobre ellas.

Me emocionan las sorpresas y alegrías que me da este blog siempre. Me sorprende ver las estadísticas del blog y saber cuántas entradas hay cada día, y desde cuántos países, y qué entradas son las más leídas, y con qué palabras de búsqueda acaban algunos en mi blog (muchísimas veces de forma involuntaria, casual y pintoresca).
En general hacéis pocos comentarios (proporcionalmente al número de visitas), pero cuando os tomáis la molestia de hacerlos decís cosas muy inteligentes y muy agudas (y también muy hermosas).
En más de mil trescientos comentarios que ya habéis escrito en este blog apenas hay veinte o treinta negativos, y aun estos son muy respetuosos y agudos, y hacen una crítica inteligente. (Sólo recuerdo dos insultantes y estúpidos).
Es un auténtico placer y un auténtico lujo teneros como lectores.

Me pesa mucho la responsabilidad. Mejor dicho, me pesa mucho la perspectiva de haber llegado hasta aquí. Pero seguiré como siempre; no puedo ser de otra manera, y además se me notaría mucho. Este es un blog personal en el que opino lo que creo y con el tono más natural y coloquial posible, y en el que creo que vosotros os sentís también cómodos. Al menos me gusta pensar eso. Me gusta pensar que este es un lugar de encuentro entre amigos, tanto los visitantes habituales como los despistados que llegan buscando otra cosa pero se quedan (eso espero) a leer alguna entrada.
Por lo que a mí respecta, estáis en vuestra casa. Seguid comentando lo que os parezca y lo que os apetezca o interese. Leo todos los comentarios con ansiedad, con adicción. A menudo no los contesto porque me da la sensación de que con ello podría parecer que quiero tener la última palabra, y no es así. Por el contrario, os la dejo siempre a vosotros para que añadáis a las entradas lo que os parezca.
Muchas gracias a todos. Yo por mi parte os prometo que seguiré siendo un bocazas.