viernes, 16 de julio de 2010

El pabellón de España en Bruselas, 1958

Después de comentar el gimnasio del Colegio Maravillas (1962), hoy voy con otra obra maestra de la misma época (1958). No tienen nada que ver ni en el planteamiento, ni en las condiciones, ni en el programa, ni en nada. Sólo en que son dos brillantes ejercicios de arquitectura “de verdad”, pura, sin concesiones a nada y sin tonterías.
Un pabellón para una exposición universal no se sabe bien qué es: Un contenedor, o una nave para exponer productos, hacer un baile regional, dar vino y jamón… y que tenga “un algo”. Con semejante planteamiento se pueden hacer desde enormes dinosaurios de plexiglás hasta cajas tornasoladas. Da igual.
Los arquitectos José Antonio Corrales y Ramón Vázquez Molezún diseñaron una célula básica que sirviera para generar un organismo. Una unidad que formara una trama en planta y una modulación en sección, para poder adaptarse a la forma irregular y a los desniveles del solar que les habían dado, que además tenía árboles que había que conservar. Esa célula tenía que ser autosuficiente, y resolver por sí misma el problema de la cubierta y del desagüe. Así se podría repetir, adosar, multiplicar y extender sin pedir ayuda, sin exigir soluciones a cada momento y sin molestar. Esa célula tenía que ser, por otra parte, la cosa más tonta del mundo.

Y se les ocurrió una seta-sumidero de planta hexagonal, una especie de paraguas cóncavo, embudo que tragara el agua.
Hace muchísimos años tuve el privilegio de escuchar a Corrales y a Molezún en el Johnny explicando el pabellón. Se preguntaban el uno al otro, riendo, cómo se les ocurrió esa tontería, y la comentaron de la forma más inmediata y natural del mundo; sin aspavientos ni raras filosofías de la forma, sino sólo explicando los aspectos prácticos. (Otra cosa es que el resultado fuera sublime). Me recordaban a John Ford, que se enfadaba cuando le llamaban artista. Y lo era.


Bastantes años después, ya fallecido Molezún, Corrales nos explicó el proyecto a unos pocos afortunados. Conservo como preciado recuerdo su dedicatoria en el libro que les publicó Xarait.
El pabellón tiene también en común con el gimnasio su despreocupación por la fachada o, mejor dicho, el valor de la sección (como ha comentado Pablo) como concepto de proyecto y solución de los problemas, y por tanto la fachada como una consecuencia natural y antirretórica de todo el proceso.
El terreno se banqueó en plataformas con un metro de desnivel, adaptándose lo más posible a la topografía original. Las cubiertas de las setas formaban conjuntos de niveles con saltos de un metro. En esos saltos entraba la luz natural.
El conjunto fue un bosque de paraguas, flexible y capaz para todos los usos previstos, muy poco costoso pero exquisito.

Para colmo, los paraguas eran desmontables. De modo que al terminar la expo de Bruselas se llevaron a Madrid y se reinstalaron en la Casa de Campo, formando otro pabellón, con otra forma adaptada al nuevo solar, y con un resultado igualmente orgánico y flexible.



(Lo malo es que en este país tan raro, en el que hay que conservar la más estúpida moldura del siglo diecinueve, el magistral pabellón de la Casa de Campo ha muerto de miseria y de roña, sin que nadie se ocupara de él, chabolizado y masacrado ante la impavidez de los que se dicen defensores del patrimonio artístico. Así nos va).

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